Los chicos y las guerras, primer libro de cuentos de Bruno Petroni, no parece, a primera vista, fruto del ensayo de reunir en un mismo volumen el material homogéneo, orgánico de un trabajo de escritura. Da la impresión, más bien, de ser el resultado de una selección de cuentos valorados por el escritor, que, una vez reunidos y solo a partir de ese momento, pasan a trabajar conjuntamente en pos de la obra. Muy probablemente, el fundamento de este efecto de autonomía haya que buscarlo en la originalidad de los distintos relatos que acumula sin ripios la obra. Esto, por lo menos, como efecto de una lectura inicial.
Una segunda y más cuidadosa mirada sobre la serie de cuentos nos revela, no obstante, la existencia de una matriz que atraviesa toda la obra orgánicamente y, bajo la forma de un binomio, cohesiona la operación que suministra parte importante de la eficacia narrativa: la literatura y el mal, podríamos arriesgar. Es así que, a medida que leemos, el sadismo, la necrofilia y la gratuidad de la violencia se nos revelan en la narración como formas de una perversión que se enquista en ambientes ya de por sí enrarecidos, todos ellos marcados en su corte por el filo de una risa que se emite entre dientes o, mejor aún, a regañadientes y que, sumida en la incomodidad, nunca termina de encontrar su lugar plácido entre los labios.
Los chicos y las guerras entabla consigo, donde la narrativa de Bruno mejor se abre a una búsqueda necesaria y también, prometedora.
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